Las Lolitas: Luz de mi vida, fuego de mis entrañas
“Lolita. Luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.”
El escritor ruso Vladimir Nabokov era un hombre sorprendente: coleccionaba mariposas exóticas, dominaba términos anacrónicos en varios idiomas y, de vez en cuando, le gustaba derribar tabúes sociales y poner en entredicho el sistema moral imperante; de este último entretenimiento nació en 1955 la obra Lolita, una novela cargada de controversia, de irreverencia y de ingenio sardónico. Para aquéllos que no conozcan la novela, se nos presenta la historia de Humbert Humbert, veterano y erudito maestro que abandona el yugo clásico de Europa para descubrir la vanguardia y la modernidad de Norteamérica; se instala en una casa que alquila a Charlotte Haze, mujer recatada y viuda, y donde convive con su hija única, Dolores, a la que todo el mundo llama Lolita. Humbert posee un fuerte apego por lo que él denomina “nínfulas“, jóvenes prepúberes, inocentes e ingenuas, que poseen para el patriarcal profesor una esencia única e inefable, un encanto místico que las rodea y las singulariza sobre las demás niñas. Lolita es uno de estos casos; malencarada, rebelde, altiva y escéptica, supone para Humbert la quintaesencia de la nínfula, y éste se queda prendado de inmediato de ella. A través de una serie de artimañas, Humbert busca el encuentro íntimo con Lolita: busca conquistarla, hacerla suya firme y eternamente, atraparla en el embuste frígido de la novedad. Pero Lolita es mucho más astuta que él; consciente de la irrefrenable atracción que despierta en su inquilino, juguetea y manipula las frágiles convicciones y los instintos más bajos de Humbert, utilizando sus armas de seducción más sugerentes y más persuasivas para lograr satisfacer sus caprichos más pueriles, desde golosinas hasta refrescos.
La aparición de la novela de Nabokov supuso un verdadero escándalo en una sociedad moderada, morigerada y virginal; lejos de los valores tradicionales de tabuísmo, intimidad y cohibición, el innovador enfoque del novelista ruso supuso una ruptura radical con la consideración del sexo y del amor. Nabokov ofrece un análisis atípico de las pasiones más certeras, del deseo más censurable, si bien el tratamiento con el que Humbert Humbert mece a Lolita se basa en un amor especial y prístino, con términos elevados e incontrolables de minucioso cariño (tal como demuestra el párrafo inicial). En realidad, Nabokov desafía al lector a vulnerar sus consideraciones éticas y a superar prejuicios y vanidades para entrever una historia de amor irracional: es cierto que Humbert es un pedófilo, eso resulta innegable a todas luces; pero él mismo sufre contradicciones inexplicables del bien y del mal, hasta llegar a cuestionarse su cortejo de la aséptica Lolita. En última instancia, Lolita es un ensayo social sobre el choque inevitable de culturas, y la evolución adyacente del orbe; mientras que Humbert representa la vieja Europa, afincada en unos rígidos y escrupulosos convencionalismos que, de alguna manera, coartan su libertad y sus acciones, Lolita es la joven Norteamérica, la despreocupada, la cándida, la levantisca, cuyas únicas preocupaciones son su beneficio y su complacencia sobre todas las demás cosas.
Pese a todo, Nabokov afirmó que la verdadera moraleja de su historia radica en la imposibilidad de la realización de los deseos: Humbert busca en sus nínfulas un amor etéreo de su infancia, busca la incorruptibilidad de aquella inocencia perdida en la pubertad y en la memoria, pero a medida que avanza en la novela empieza a percatarse de que su deseo de recuperar el pasado no es más que otra utopía más en el curso de la vida. La popularidad de la obra resultó abrumadora, dada su naturaleza díscola y polémica; de hecho, a través de ella se empezó a tipificar un comportamiento dado: el complejo de Lolita.
El escritor ruso Vladimir Nabokov era un hombre sorprendente: coleccionaba mariposas exóticas, dominaba términos anacrónicos en varios idiomas y, de vez en cuando, le gustaba derribar tabúes sociales y poner en entredicho el sistema moral imperante; de este último entretenimiento nació en 1955 la obra Lolita, una novela cargada de controversia, de irreverencia y de ingenio sardónico. Para aquéllos que no conozcan la novela, se nos presenta la historia de Humbert Humbert, veterano y erudito maestro que abandona el yugo clásico de Europa para descubrir la vanguardia y la modernidad de Norteamérica; se instala en una casa que alquila a Charlotte Haze, mujer recatada y viuda, y donde convive con su hija única, Dolores, a la que todo el mundo llama Lolita. Humbert posee un fuerte apego por lo que él denomina “nínfulas“, jóvenes prepúberes, inocentes e ingenuas, que poseen para el patriarcal profesor una esencia única e inefable, un encanto místico que las rodea y las singulariza sobre las demás niñas. Lolita es uno de estos casos; malencarada, rebelde, altiva y escéptica, supone para Humbert la quintaesencia de la nínfula, y éste se queda prendado de inmediato de ella. A través de una serie de artimañas, Humbert busca el encuentro íntimo con Lolita: busca conquistarla, hacerla suya firme y eternamente, atraparla en el embuste frígido de la novedad. Pero Lolita es mucho más astuta que él; consciente de la irrefrenable atracción que despierta en su inquilino, juguetea y manipula las frágiles convicciones y los instintos más bajos de Humbert, utilizando sus armas de seducción más sugerentes y más persuasivas para lograr satisfacer sus caprichos más pueriles, desde golosinas hasta refrescos.
La aparición de la novela de Nabokov supuso un verdadero escándalo en una sociedad moderada, morigerada y virginal; lejos de los valores tradicionales de tabuísmo, intimidad y cohibición, el innovador enfoque del novelista ruso supuso una ruptura radical con la consideración del sexo y del amor. Nabokov ofrece un análisis atípico de las pasiones más certeras, del deseo más censurable, si bien el tratamiento con el que Humbert Humbert mece a Lolita se basa en un amor especial y prístino, con términos elevados e incontrolables de minucioso cariño (tal como demuestra el párrafo inicial). En realidad, Nabokov desafía al lector a vulnerar sus consideraciones éticas y a superar prejuicios y vanidades para entrever una historia de amor irracional: es cierto que Humbert es un pedófilo, eso resulta innegable a todas luces; pero él mismo sufre contradicciones inexplicables del bien y del mal, hasta llegar a cuestionarse su cortejo de la aséptica Lolita. En última instancia, Lolita es un ensayo social sobre el choque inevitable de culturas, y la evolución adyacente del orbe; mientras que Humbert representa la vieja Europa, afincada en unos rígidos y escrupulosos convencionalismos que, de alguna manera, coartan su libertad y sus acciones, Lolita es la joven Norteamérica, la despreocupada, la cándida, la levantisca, cuyas únicas preocupaciones son su beneficio y su complacencia sobre todas las demás cosas.
Pese a todo, Nabokov afirmó que la verdadera moraleja de su historia radica en la imposibilidad de la realización de los deseos: Humbert busca en sus nínfulas un amor etéreo de su infancia, busca la incorruptibilidad de aquella inocencia perdida en la pubertad y en la memoria, pero a medida que avanza en la novela empieza a percatarse de que su deseo de recuperar el pasado no es más que otra utopía más en el curso de la vida. La popularidad de la obra resultó abrumadora, dada su naturaleza díscola y polémica; de hecho, a través de ella se empezó a tipificar un comportamiento dado: el complejo de Lolita.
El complejo de Lolita
Desde un punto de vista netamente médico, el complejo de Lolita es una parafilia consistente en la obtención de placer erótico o sexual a través de fantasías sexuales con jóvenes de entre 8 y 12 años. La afección de este tipo de complejo se debe a múltiples factores, desde la negación inconsciente de envejecimiento (en un intento desesperado de mantener la juventud) hasta en un brote menos solícito del freudiano complejo de Edipo. En otros términos: una reminiscencia poco velada del ingenioso Humbert Humbert.
La percepción que el individuo tiene de las Lolitas es la de un imposible, un impedimento, un fruto prohibido: a través de su educación y formación, es consciente de que no debe abordarlas, no sólo por la evidente prohibición moral, sino también por la ominosa carga legal. La honorabilidad, la reputación, entran a formar parte de la batalla entre el instinto y la civilización. En ocasiones, la lascivia resulta vencedora en esta pugna voraz, digna de Harry Haller; pero otras veces, haciendo honor de la nietzscheana consideracion de la moral (“Toda sana moral está dominada por el instinto de la vida”), se imaginan en secuencias onanísticas en brazos de la niña amada.
El espectáculo llamó, al considerarla materia prima suficiente para alterar el candoroso y terco espíritu común de Occidente; porque, hay que recordarlo: Lolita escandaliza por ser contraria a cuanto comprenden o creen comprender los habitantes del primer mundo que, escudados en teorías de Rousseau, invalidan cualquier juicio ajeno a su categoría genealógica de ética o a su entendimiento racional; Nabokov tan sólo cuestionó el concepto de tolerancia de los occidentales con una fábula idílica lejos de lo pactado, y comprobó que cualquier desviación de la norma impuesta se condena de inmediato. Con el morbo por bandera, Hollywood decidió realizar un film sobre la incestuosa relación Humbert-Lolita, y con la pegadiza frase “¿Cómo es que nunca han hecho una película de Lolita?”, se puso al frente de la dirección a un virtuoso del cuidado técnico: un tal Stanley Kubrick.
Lolitas en el cine
Es bien sabido que Kubrick padecía un trastorno obsesivo-compulsivo por la perfección minuciosa: quería cada plano, cada mirada, cada foco en su sitio; de lo contrario, atrapado por una cólera casi infantil, abandonaba estudio o plató para enfrascarse en sus meditaciones impenitentes. El producto final de la adaptación a película de Lolita, de 1962, resulta de exigua calidad en comparación con otras obras del maestro; a veces impúdica, otras cómica, la grabación final dista bastante del canon explícito y cuasipornográfico de la novela original; es evidente que Kubrick sorteó (con dudosa habilidad) la censura norteamericana para esta adaptación; sin embargo, su Lolita y su Humbert están desposeídos de su deseo manifiesto, disimulado a través de sugerentes escenas, en los que se insinúa para hacerse digestivo. Es bien cierto que la iconografía con la que más tarde se definiría la imagen de las Lolitas procede de la simbólica Sue Lyon: rubia, joven, espigada, con esas lentes en forma de corazón, con esa piruleta insinuante, con ese labio inferior conjurado por los ardores… Incluso la indumentaria de colegiala entraría a formar parte del juego de roles por el genuino morbo de los cuerpos alborotados. En justicia del filme, diremos que el sensacional Peter Sellers (que por entonces era casi un desconocido) lo borda en su papel de Clare Quilty, el desconocido que secuestra a Lolita. Fue la prensa francesa quien a principios de los 70 popularizó el término “lolita” para definir a aquellas jovencitas rubias, estilizadas y despampanantes con el poder de seducir al más pintado.
Con este precedente cinematográfico, desvirtuado y condicionado por la imposición normativa, se decidió realizar otra adaptación de la obra, en esta ocasión prescindiendo de la evocación de lo prohibido y buscando la evidencia más insolente. Así, en 1997 aparece la versión moderna de Lolita, con Jeremy Irons en el papel de Humbert Humbert, y una lujuriosa Dominique Swain como la primogénita de la estirpe Haze. El saldo final de la película es mediocre, insignificante: hace gloriosa la versión de Kubrick, puesto que a pesar de que no contaba con especiales ataduras ni restricciones en la producción, sí que acusa una ligera falta de fidelidad a la obra, un deje fatal de sus actores y una nimia dirección de Adrian Lyne.
El fenómeno Lolita comenzó a ahondar en la psique común civil: ahítos ya de la presión social, los artistas más irreverentes comenzaron asumieron el rol de apóstoles de Nabokov y convirtieron la figura de Lolita en un personaje universal. A través del cine, fuimos testigos de la consagración de un icono del desconcierto racional; la estética de la femme fatale diminuta, lozana, algunas veces vulnerable y otras sublevada, pero siempre inocente y cándida, copó trabajos con ambición transgresora para acabar consolidado como género propio el de las Lolitas. Entre otros casos, tenemos a Mena Suvari en American Beauty; Natalie Portman en León: The Professional; Jodie Foster en Taxi Driver; Kirsten Dunst en Entrevista con el Vampiro; Juliette Lewis en El cabo del miedo; Jane March en El amante… Incluso Woody Allen, con su ingenio habitual, homenajeó al fenómeno Lolita en su película Manhattan, donde su personaje sale con una joven (de hecho, se burlan de él diciendo “En alguna parte, Nabokov está sonriendo”).
Lolicon, o la moda Lolita
El género manga también se hizo eco de la genialidad de Nabokov; adoptando la figura indefensa de Lolita, crearon una galería de personajes femeninos que buscaban expresamente la provocación sexual de sus lectores. Con el nombre de “Lolicon”, y armadas de faldas a cuadros extremadamente recortadas, con camisas generosamente abiertas, se nos presenta una estudiante virginal, sí, pero doctorada en el arte de la voluptuosidad, de la concupiscencia. Son jóvenes precoces que no tienen remilgos en su honestidad sexual, en su sumisa percepción del género masculino veterano.
Además, recogiendo el testigo transgresor de Dolores Haze, las niponas adoptaron en los setenta un estilo de moda que acuñaron como Lolita; se convirtió en un estilo de vida ideológico, estético y cultural para aquellas jóvenes que se negaban a pertenecer a la tradición japonesa más impositiva y más falocrática, y que buscaban vindicar una identidad propia. La principal característica de esta heterogénea gama de jóvenes es su vestimenta: ataviadas con el aire angelical de las infantes, buscan la libertad de expresión en todas sus dimensiones, soslayando las cohibiciones intimistas de la milenaria tradición nipona. Existe una amplia serie de lolitas: gothic, sweet, classic, country… si bien todas tienen en común la ruptura abrupta con lo consuetudinario, con lo impuesto. Es curioso el contraste con la cultura occidental: mientras que en Europa o en América se percibe el término “lolita” como el de una joven prepúber despierta sexualmente, en Japón significa inocencia, candor, aunque también pulsión individual.
Un ejemplo de “Lolita” en Japón
Las Lolitas reales
Pese a que la imaginación de Nabokov era casi ilimitada (prueba fehaciente de ello es su prolífica obra y su plasticidad redaccional), bien es cierto que hasta él fue incapaz de imaginar una historia tan grotesca como la de Lolita, y recurrió a precedentes empíricos de casos conocidos de pedofilia. Inspirado en el hedonismo frívolo y despreocupado de la novela Buenos días, tristeza de Françoise Sagan, recoge también la tradición del efebo, aquellos varones adolescentes que en la Grecia clásica servían de esclavos sexuales para sus mentores o sus líderes. Lector agudo de Cervantes, Nabokov sabía que la verdadera dificultad radicaba no en abordar el tema del pedófilo enamorado, sino en enmascararlo como evocación o alegoría de un problema mayor, el de la decadencia ética de la sociedad.
Así, el término Lolita trascendió del libro y se extrapoló a las jóvenes ya definidas, que servirían para definir escándalos reales y ulteriores condenas de sus protagonistas. Entre los casos más sonados, recogemos los siguientes:
Woody Allen protagonizó uno de los escándalos más sonados de la farándula hollywoodiense en 1992 al cometer adulterio con su mujer de entonces, Mia Farrow, admitiendo haberse acostado con la hija adoptada de ésta, Soon-Yi. Farrow descubrió horrorizada unas fotografías eróticas que el propio Allen había realizado con Soon-Yi, que a la postre se convertiría en su mujer.
Lewis Carroll, autor de Alicia en el País de las Maravillas, inspiró este relato en Alice Lidell, una niña de cuatro años (que conoció cuando el tenía 24) que le servía como modelo fotográfico y de la que estaba perdidademente enamorado, llegando a proponerle la mano cuando Alice tan sólo contaba once años.
Joey Buttafuoco, conocido instructor físico norteamericano, tuvo un escarceo amoroso con Amy Fisher, una joven de 16 años que posteriormente se conoció como “La Lolita de Long Island”, y que disparó a la mujer de Buttafuoco en la cara en un arrebato de pasión y celos.
Jerry Lee Lewis, el conocido rockero, autor de Great Balls of Fire, se dejó seducir por su prima segunda cuando ésta sólo contaba 13 años. Poco despúes, se casaron, lo que sin duda damnificó la reputación del músico.
La herencia de Nabokov
Es evidente que la supervivencia de un personaje, con sus idiosincrasias, sus peculiaridades, sus manías, depende del conjunto de la sociedad. Lolita sirvió como paradigma definitivo de los límites del tabú, de la justificación innecesaria de todos los eufemismos. La novela de Nabokov va más allá de su mensaje moral; él mismo condena a Humbert, tildándolo de “repugnante”, si bien no puede evitar sentir cariño por su creación. Nabokov nos entregó una novela que es una road-movie impecable, y donde se pondera tanto la ética, con el implícito dilema moral, como la estética, con un estilo creativo plagado de ingenios, de dobles sentidos, de implacable y extraordinario conocimiento de la poesía, del idioma y de la cultura norteamericana. Si el espíritu de Lolita resiste se debe mayormente a la calidad del trabajo de Nabokov: la obra continúa resultando igual de hipnótica, igual de perturbadora, que tras su concepción en 1955. Logra que empaticemos con un criminal repulsivo, que obviemos la evidente sexualización de los niños y que nos entreguemos a la lectura ágil y despreocupada gracias a su prosa sucinta, a ese regusto por el pleonasmo o las letanías. Nos invita a abandonar nuestro juicio moral, a renunciar nuestro déspota sentido maniqueo, para disfrutar de una historia de amor nada convencional. ¿Aceptan ustedes el reto? Lolita lo haría.
“Bueno, algún día, si quieres venirte conmigo… Crearé un nuevo Dios y le agradeceré con gritos desgarradores si me das una esperanza microscópica”
Fuente: Compostimes
Autor: Rubén Luengo
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